Cuando éramos jóvenes —más jóvenes— no contábamos con las formas de comunicación que hoy pueden disfrutar nuestros hijos. Ni siquiera teníamos teléfonos móviles. Resulta del todo ocioso decir que Internet ha revolucionado nuestras vidas hasta límites insospechados y seguro que todavía nos tiene reservadas muchas sorpresas que no podemos ni imaginar. Ni que decir tiene que la combinación de Internet con los dispositivos móviles es el súmmum de la conectividad. Estar conectados con todos en todo lugar y en todo momento se ha convertido en una realidad cotidiana.
Lo que se hacía no hace muchos años era quedar con los amigos en un sitio determinado a una hora concreta para dar una vuelta y charlar o tomar algo. También había lugares de encuentro en las ciudades a los que se podía acudir sin haber quedado previamente con nadie y a ciertas horas era muy probable encontrar conocidos. Todo eso sigue siendo posible, obviamente, pero existen nuevos modos de comunicarse que son más cómodos, no exigen desplazarse, ni restringen la comunicación a una sola persona simultáneamente, como sucede con el teléfono convencional, y que ofrecen nuevas posibilidades, como los chats y las video-llamadas.
A pesar de que nuestros jóvenes tienen grandes medios a su alcance, el contacto directo sigue siendo preferible, porque nada iguala la riqueza comunicativa del cara a cara. El peligro del aislamiento existe y es un problema en algunos casos. También hay nuevas formas de abusos porque es más fácil localizar gente sin descubrirse. Sin embargo, la amenaza más directa que yo veo es la adicción al placer de sentirse «online».
Es verdaderamente subyugante estar registrado en un sistema por el que pueden llegarte mensajes instantáneos continuamente, además de otros tipos de información, como imágenes o vídeos. Esa posibilidad habría hecho mis delicias y las de mis amigos cuando teníamos quince o dieciséis años. Les pasa a nuestros hijos, pero ¡nos pasa también a nosotros mismos! Es posible estar manteniendo varias conversaciones simultáneas con distintas personas, mientras se escucha música o se juega una partida de ajedrez. Muchas de estas conversaciones son completamente insulsas o, como mínimo, se hacen muy informales, pero la cuestión es que nos mantienen comunicados con amigos y con personas que conocemos, nos mantienen enchufados al mundo… Por supuesto, también hay conversaciones sumamente interesantes, por ejemplo, cuando un joven espera la respuesta a un mensaje de amor…
Todo eso está muy bien. La tecnología puede ser muy buena, ya que ofrece múltiples oportunidades de hacer cosas interesantes. El problema viene cuando estar «online» se convierte en un estado permanente que interfiere con las demás actividades de la vida. Estar conectado significa, por ejemplo, que en cualquier momento puede llegar el mensaje que estamos esperando con tanta ansiedad. Esta disposición de espera permanente, justamente fundamentada en el hecho de que realmente los demás, los que están al otro lado de la red, probablemente estén tan conectados como nosotros, dificulta la concentración, lo cual es indiferente si estamos aburridos en casa una tarde lluviosa, pero resulta nefasto si de lo que se trata es de desarrollar actividades como el estudio.
Cuando uno de nuestros hijos se encuentra en una situación de ese tipo, en la que la mesa de estudio está contaminada por la presencia de algún dispositivo móvil —¡hay tantos…!—, nos entran ganas de quitárselos todos e incluso nos arrepentimos de haberlos puesto a su disposición. ¿Será la única solución desenchufar el «router wifi» y llevárnoslo al trabajo o guardarlo en el trastero? Es difícil saber qué hacer. Lo ideal es aprender a hacer un uso racional y controlado de estos medios, pero ¡es tan tentador comprobar si estará conectado ahora mismo ese amigo tan especial…! ¿Somos capaces nosotros mismos, los padres, de vivir desenganchados?
Antonio Ceballos
Categorías:Padres
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